Antonio o el ardor

Antonio Escohotado – La Emboscadura

Antonio o el ardor

Con motivo del lanzamiento de el «Retrato del Libertino» (reedición del libro de 1997) publicamos una reseña que -como ya ha sucedido con «Rameras y Esposas»- descubre la renovada vigencia del material original. 
Por Gabriela Esquivada

«Todos somos madera, y el fuego es eterno. Lo que estos libertinos pretendieron fue arder alegremente. ¿Abrevia acaso la alegría el plazo de combustión? Quizá sí, quizá no. Sólo es indudable que los fuegos amordazados producen el humo más venenoso.” De esto trata este libro de Antonio Escohotado: de la alegría. El filósofo y sociólogo español explica que no quiere vivir mucho, sino vivir a secas. Y a partir de esa noción de autonomía recorre temas tan aparentemente distintos como el goce sexual, el enfoque psicosomático de la salud, el juego, la euforia química y el bien morir. Dice, más o menos, que cada persona hace de su vida sexual un placer o una cruz; del juego, eso mismo o una compulsión; del uso de drogas, algo natural o un anatema; y de la muerte, una despedida buena o un fin indigno. El libro se llama Retrato del libertino.

Se ríe cuando le preguntan por la unidad del libro: “Eso fue a posteriori”. Cuando acordaba con sus editores una reimpresión ilustrada, revisada, ampliada y en un solo volumen de la Historia general de las drogas, le preguntaron -el viejo truco- si tenía otro libro para publicar. “Pensé que no tenía nada, pero un hijo mío, Román, me dijo: Padre, si no te importa, me meto en tus ficheros y veo si consigo armar algo. Y agarró unos cuantos artículos, me los homogeneizó y me preguntó: ¿Qué te parece esto? Cambié el orden y aumenté el tamaño del primer texto, “Retrato del libertino”, que en el origen era un pequeño prólogo. Ahí me di cuenta de que los artículos tenían relación con la fuente de la alegría, o también las fuentes de la tristeza. Y que eso era lo que yo entendía por salud: la alegría”.

El libro tiene cinco capítulos temáticos -”Retrato del libertino”, “Apuntes sobre bioética”, “Ludopatías”, “Euforia química y dignidad humana” y “Morir mejor”-, un texto sobre Ernst Jünger y una entrevista al descubridor del LSD, Albert Hofmann. A lo largo de las páginas aparecen, además de las opiniones personales y las historias prestadas, cierta mención cariñosa de la pornografía, una nítida defensa del consumo de drogas, y la confesión de cómo desearía Escohotado que fuera su muerte. ¿Hasta qué punto, entonces, es un autorretrato el Retrato del libertino? “Un poco”, admite. Pero desearía que lo fuera más: “A mí me gustaría tener un control de mis emociones comparable al que tuvieron Walter y Guillermina, los libertinos del primer artículo. Pero se me va la mano con la posesividad. Creo que esta gente se adelanta a su tiempo y hasta son personas del siglo XXI, o quizá del XXII. Nosotros estamos muy fijados a estas pautas animales del territorio, a estos terrores congénitos, a esta libre envidia que nos consentimos.”

Guillermina y Walter parecen un invento de Escohotado. Sus verdaderos autores no se conocen. Ella es la protagonista de Memorias de una cantante, libro atribuido a “la célebre diva lírica Wilhelmine SchröderDevrient, una artista que le provocó versos al mismo Goethe”. Él puede haber sido el británico Edward Sellon, o mejor, su amigo sir Henry Spencer Ashbee, magnate del comercio ultramarino, coleccionista de ediciones raras de El Quijote y compilador de literatura pornográfica bajo el seudónimo de Pisanus Fraxi. Alguien que, quien quiera que haya sido, a finales del siglo pasado pagó cien mil guineas a un librero de Amsterdam para que publicara seis únicos ejemplares de su autobiografía My Private Life (Mi vida privada), un relato de sus encuentros sexuales con unas dos mil mujeres. Con ambos textos trabaja, entusiasta, Escohotado, el artículo central y que ocupa casi la mitad de su libro.

AMOR CARNAL De “Retrato del libertino”, sobre Walter: Fiel a Epicuro, lo que Walter observa es un continuo cálculo de pros y contras. Aunque haya poseído a tantas mujeres, cumple una y otra vez la máxima hedonista, que recomienda no perseguir gustos capaces de suscitar disgustos superiores. Es un hombre de pasiones serenas y, por eso mismo, insaciables. “Ciertos hombres podrían observar un coño durante un mes, sin apenas desviar los ojos.” Su lujuria lo acerca a situaciones humillantes; incluso corre peligro de quedar públicamente en ridículo, y escapa por poco de ser descubierto delinquiendo contra la moral y las buenas costumbres. Pero esos albures los salva, o procura salvarlos, con tenacidad y aplomo, sobreponiéndose al desaliento. No cae en la tentación del pelele ni en la del rebuscado, simplemente porque no se enamora de la manera convencional. Como comentaba un sociólogo, “es un triunfo de la mente sobre material sometido al tabú”.

Y sobre la cantante lúbrica: Guillermina entregó sus ratos libres a una pasión comedida y, por lo mismo, constante. Se sentía miembro de una fraternidad intemporal, formada por personas a quienes congrega una devoción hacia “la gracia y belleza” del copular, concebido como “momento supremo de la vida”. Se consideraba hermosa (cosa confirmada por sus contemporáneos), aceptaba con gratitud los piropos y era femenina hasta el extremo de dejarse “enseñar lo que ya había practicado a escondidas”. Pero entre miembros de la fraternidad venérea su orgullo no derivaba de dominar un arte, y disponer de dones como un bello cuerpo o una firme razón, sino querer con franqueza el goce, merecerlo y transmitirlo, “detestando la coquetería cuando no es un arma de conquista o venganza”.

¿Por qué ve Escohotado en esa ética la de los seres humanos del futuro? “Porque han llevado su autoconciencia a unos niveles donde los demás no los llevan y se atreven a lo que los demás no se atreven. Por lo demás, son personas sumamente controladas: se descontrolan cuando surge el estímulo erótico debido, pero fuera de ese momento son personas de cumplir con la vida, de no ponerse neuróticos ni febriles como los personajes de Dostoievski, que dicen que no quieren hacer algo y lo hacen, o al revés. En Walter y Guillermina veo serenidad en el terreno donde lo habitual es el temblor, la vacilación, la ambigüedad. Ellos son filósofos, y filósofos prácticos.” Comparados con Walter y Guillermina, el marqués de Sade o Georges Bataille son meros transgresores que enfrentan sus represiones: “Sade es un católico. Todo sucede en el confesionario, y en iglesias, y entre curas y monjas; todo es una modalidad de la penitencia. Y la penitencia, naturalmente, es un invento católico”.

Marc Chagall

YO SOY MIO. En su alegre autonomía, Escohotado apunta contra los médicos. En “Apuntes sobre bioética”: La enfermedad no sería un formidable negocio si la aprensión no fuese un formidable vicio de estos tiempos. Vivimos una época donde la autoridad de la fe pasó a ser autoridad de la ciencia y estamos en el mejor de los mundos conocidos. Como las demás ramas del saber humano, la medicina ha hecho fantásticos progresos, y la especie está en deuda con innumerables terapeutas y asistentes suyos, no sólo capaces de curar o aliviar dolencias, sino de permanecer junto al dolor y la muerte. «Esa es la magnanimidad que conmoverá siempre. Mis reparos podrían resumirse: no sigamos comportándonos como ovejas apacentadas por lobos, que antes llevaban una sotana negra y ahora portan bata blanca. La salud es nuestra incumbencia también». Como para él “cuerpo y alma son una misma cosa”, considera psicosomáticas a casi todas las dolencias:

“El punto de vista psicosomático no sólo se va a imponer más y más, sino que es necesario para romper con una serie de pseudoconceptos y con el lazo de dictadura y represión de la medicina. El estamento terapéutico hereda las responsabilidades y funciones del estamento eclesial. Y su dictadura puede llegar a resultar más cruel”, cree. El ejemplo que pone en el libro es el de una mujer que le pregunta a otra persona cómo está, y cuando escucha que está bien, quiere saber qué médico la atiende. Escohotado propone “que osemos llevarnos nosotros a nosotros mismos, siquiera sea en las partes practicables del camino”. Su punto de vista es particularmente polémico cuando se aplica al sida: “Ahora se ponen a hacer el amor un chico y una chica, ambos vírgenes, y no se ponen condón para evitar el embarazo sino porque están dominados por el temor a contagiarse el sida. Absurdo. Y sin embargo lo harán, y lo harán, y lo harán”. ¿Acaso no es un riesgo real? “Se trata de comprender esta dinámica social en cuya virtud tienen siempre mayor respuesta las amenazas que la supresión de las amenazas. Estamos siempre bajo la espada damocleana de una u otra catástrofe indescriptible, de uno u otro cataclismo infinito”.

En “Ludopatías” sigue pegándole a las batas blancas y demás terapeutas que designan y tratan dolencias como la toxicomanía, el alcoholismo, la bulimia, la anorexia nerviosa, la cleptomanía y el título del capítulo: Evidentemente, el juego, la demencia, el consumo de opio y el de alcohol llevaban milenios existiendo, sin que nadie los incluyese en el elenco de trastornos diagnosticables y tratables por una especialidad médica determinada. ¿Qué era el jugador compulsivo antes de ser definido como “ludópata”, y equipararse así con un tísico o con un hepatítico? Era una persona aquejada por cierto vicio, entendiendo por vicio una mala costumbre, considerada indeseable no sólo por los demás, sino por él mismo. Su problema era un asunto de eticidad, entendiendo por ética la relación entre aquello que alguien tiene por justo o bueno en sí, y aquello que hace. Cada vez pensamos menos en nosotros mismos como seres libres y responsables de nuestros actos. Cada vez gusta más pensar que eso es lo de menos, y que nuestras flaquezas pueden ser suplidas con recursos técnicos. “¡Y ahora hasta hablan de la compulsión a la compra!”, protesta. “Y el juego es juego, aunque parezca un pleonasmo. Pertenece a esa esfera de cosas desinteresadas: como el arte, es una contemplación desinteresada de lo real. Se juega por la misma razón por la que uno ríe, o ama. Claro que se puede volver algo mortalmente serio, como esos personajes de Dostoievski.”

LA ULTIMA LIBERTAD. A diferencia de las voces más oídas sobre la eutanasia, Escohotado no defiende el derecho al bien morir sino que parte de él para unir dos nociones que usualmente no se asocian: muerte y alegría. La cuestión de despedirse con dulzura de la vida es una de las sometidas aún al más puro anacronismo, comienza su capítulo sobre el tema. Un número colosal de adultos reclama otra vez lo inalienablemente suyo. Suyo es que -allí donde no resulte súbita- la muerte pueda elevarse a un acto de excelencia ética, aligerado de sufrimientos remediables. Si no somos crueles, el agonizante volverá a despedirse de la vida en su casa, y del acuerdo con los suyos -no del médico- deberían depender las últimas medidas. La lección de los antiguos es no detenerse en miserias hipocondríacas y custodiar la muerte como garantía perpetua de una vida libre. Esto es duro de cumplir. Pero más duro es ser un siervo vocacional, aspirante a procreador de siervos análogos, porque -volviendo a Plinio- “habrá de morir igualmente, y dejando atrás una vida indigna”.

Escohotado no deja de pensar en su muerte, pero no en espasmódicos ataques hipocondríacos: quiere morir de viejo o por su propia decisión, eligiendo cómo y cuándo. “He hecho mucho trabajo en el libro para deslindar la serena consideración de la muerte de la preocupación del neurótico-hipocondríaco”, precisa. Por eso le resulta paradójico que se haya avanzado más en lo que considera un derecho como muchos que en esta libertad última: “Me parece casi indignante que hayamos progresado más en el camino de proporcionar autonomía a las mujeres ante un embarazo indeseado que en la posibilidad de morir cuándo y cómo nos parece. Muestra el desfasaje entre lo modernos que nos creemos y lo retrógrados que somos. La culminación de la belleza y la dignidad de una vida está en el momento y las condiciones de despedirse de ella”.

Por supuesto, el autor de Aprendiendo de las drogas dedica un capítulo a lo que llama euforia química “para identificarlo, pero posiblemente toda euforia tiene bases químicas. Todas estas tonterías de los paraísos artificiales… en realidad, son paraísos naturales: no hay paraísos más naturales que los farmacológicos. Lo más natural de nuestro cuerpo son las reacciones químicas. Nuestro cuerpo es química”. En este capítulo, aparentemente el más popular, se encuentra el núcleo duro del libro: el concepto de ánimo objetivo. «La experiencia me dice que junto al ánimo subjetivo hay en nosotros un ánimo objetivo -llámese ser, naturaleza, amor o vida- que no teme el olvido del yo y dice incondicionalmente sí. La inmersión en el trance ebrio es por eso una amenaza que queda en amenaza: sencillamente nos hemos puesto en una relación con el mundo que no es de lucha ni de acatamiento, sino de juego. Sólo entonces comprendemos que el quimismo nos ha llevado donde otros están y estuvieron por medios no químicos, y que podemos alcanzar ese sentimiento sin dosis de tal o cual sustancia. El valor de las drogas -en especial de las visionarias- estriba, a mi juicio, en que diagnostican nuestro grado de contacto con la alegría, entendida como una suma de arrojo, dulzura y lucidez».

El ánimo objetivo es, entonces, el concepto capital del ardor de Antonio Escohotado. Con esa expresión el autor de Retrato del libertino define algo que “trasciende la subjetividad y entronca con la esencia de la vida”. Si alguien teme que acá venga algo peor aún, sorpresa: la definición es muy sencilla. “La esencia de la vida -explica Escohotado- es decir sí”.

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